La inflación en Brasil sigue generando preocupación entre los consumidores, especialmente tras el reciente aumento del 7,1% en la gasolina y del 5,3% en el diésel. El ajuste, impulsado por el incremento del impuesto ICMS, se suma a la decisión de Petrobras de subir un 6,89% el precio del diésel para los distribuidores, lo que impactará directamente en el transporte y, por ende, en el costo de los alimentos.
El sector alimentario ha sido uno de los más golpeados por esta crisis de precios. En enero, el IPCA-15 reflejó un incremento del 1,06% en los costos de alimentos y bebidas, con el café alcanzando su precio más alto en 50 años debido a factores como la sequía y el fortalecimiento del dólar. Ciudades como San Pablo, Goiânia y Campo Grande han experimentado aumentos de hasta un 10% en productos básicos, lo que ha afectado la popularidad del gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva.
Ante esta situación, el Ejecutivo ha planteado medidas como la reducción de aranceles a productos clave y la implementación de un nuevo plan agrícola para aumentar la producción y equilibrar los precios. Sin embargo, propuestas como la flexibilización de fechas de caducidad generaron rechazo en la opinión pública, obligando a rectificaciones por parte del gobierno.
Mientras tanto, los consumidores han comenzado a notar cambios en la calidad de los productos disponibles. La sustitución de aceite de oliva europeo por alternativas más económicas y la importación de carne de origen chino han encendido alertas sobre la seguridad alimentaria. Escándalos recientes, como la adulteración de productos lácteos y la reventa de carne en mal estado, han reforzado la incertidumbre en un contexto de alta inflación y pérdida de poder adquisitivo.